REINA DEL MONTE CARMELO

martes, 9 de agosto de 2011

Ante las JMJ2011 El Santo Padre dice:

01/08/2011
Benedicto XVI pide que se rece por el éxito de la JMJ
Cada mes el Papa comparte una intención de oración.
En este mes de agosto, la intención general es:
“Para que la Jornada Mundial de la Juventud que
se realiza en Madrid aliente a todos los jóvenes
del mundo a fundar y arraigar su vida en Cristo.”.

El Papa también presenta un intención de oración
misionera. En agosto se rezará “para que los
cristianos de Occidente, dóciles a la acción del
Espíritu Santo, reencuentren la frescura y el
entusiasmo de su fe".




MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA XXVI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
2011



“Arraigados y edificados en Cristo,
firmes en la fe”(cf. Col 2, 7)


Queridos amigos

Pienso con frecuencia en la Jornada Mundial de la
Juventud de Sydney, en el 2008. Allí vivimos una
gran fiesta de la fe, en la que el Espíritu de Dios
actuó con fuerza, creando una intensa comunión
entre los participantes, venidos de todas las
partes del mundo. Aquel encuentro, como los prece-
dentes, ha dado frutos abundantes en la vida de
muchos jóvenes y de toda la Iglesia. Nuestra mirada
se dirige ahora a la próxima Jornada Mundial de
la Juventud, que tendrá lugar en Madrid, en el mes
de agosto de 2011. Ya en 1989, algunos meses antes
de la histórica caída del Muro de Berlín, la
peregrinación de los jóvenes hizo un alto en España,
en Santiago de Compostela. Ahora, en un momento en
que Europa tiene que volver a encontrar sus raíces
cristianas, hemos fijado nuestro encuentro en Madrid,
con el lema: «Arraigados y edificados en Cristo,
firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). Os invito a este
evento tan importante para la Iglesia en Europa y
para la Iglesia universal. Además, quisiera que todos
los jóvenes, tanto los que comparten nuestra fe, como
los que vacilan, dudan o no creen, puedan vivir esta
experiencia, que puede ser decisiva para la vida: la
experiencia del Señor Jesús resucitado y vivo, y de
su amor por cada uno de nosotros.

1. En las fuentes de vuestras aspiraciones más grandes

En cada época, también en nuestros días, numerosos
jóvenes sienten el profundo deseo de que las relaciones
interpersonales se vivan en la verdad y la solidaridad.
Muchos manifiestan la aspiración de construir
relaciones auténticas de amistad, de conocer el
verdadero amor, de fundar una familia unida, de adquirir
una estabilidad personal y una seguridad real, que puedan
garantizar un futuro sereno y feliz. Al recordar mi
juventud, veo que, en realidad, la estabilidad y la
seguridad no son las cuestiones que más ocupan la mente
de los jóvenes. Sí, la cuestión del lugar de trabajo,
y con ello la de tener el porvenir asegurado, es un
problema grande y apremiante, pero al mismo tiempo la
juventud sigue siendo la edad en la que se busca una
vida más grande. Al pensar en mis años de entonces,
sencillamente, no queríamos perdernos en la mediocridad
de la vida aburguesada. Queríamos lo que era grande,
nuevo. Queríamos encontrar la vida misma en su
inmensidad y belleza. Ciertamente, eso dependía
también de nuestra situación. Durante la dictadura
nacionalsocialista y la guerra, estuvimos, por así
decir, “encerrados” por el poder dominante. Por ello,
queríamos salir afuera para entrar en la abundancia
de las posibilidades del ser hombre. Pero creo que,
en cierto sentido, este impulso de ir más allá de lo
habitual está en cada generación. Desear algo más que
la cotidianidad regular de un empleo seguro y sentir
el anhelo de lo que es realmente grande forma parte
del ser joven. ¿Se trata sólo de un sueño vacío que
se desvanece cuando uno se hace adulto? No, el hombre
en verdad está creado para lo que es grande, para el
infinito. Cualquier otra cosa es insuficiente. San
Agustín tenía razón: nuestro corazón está inquieto,
hasta que no descansa en Ti. El deseo de la vida
más grande es un signo de que Él nos ha creado,
de que llevamos su “huella”. Dios es vida, y cada
criatura tiende a la vida; en un modo único y especial,
la persona humana, hecha a imagen de Dios, aspira al
amor, a la alegría y a la paz. Entonces comprendemos
que es un contrasentido pretender eliminar a Dios para
que el hombre viva. Dios es la fuente de la vida;
eliminarlo equivale a separarse de esta fuente e,
inevitablemente, privarse de la plenitud y la alegría:
«sin el Creador la criatura se diluye» (Con. Ecum.
Vaticano. II, Const. Gaudium et Spes, 36). La cultura
actual, en algunas partes del mundo, sobre todo en
Occidente, tiende a excluir a Dios, o a considerar
la fe como un hecho privado, sin ninguna relevancia
en la vida social. Aunque el conjunto de los valores,
que son el fundamento de la sociedad, provenga del
Evangelio –como el sentido de la dignidad de la persona,
de la solidaridad, del trabajo y de la familia–,
se constata una especie de “eclipse de Dios”, una
cierta amnesia, más aún, un verdadero rechazo del
cristianismo y una negación del tesoro de la fe
recibida, con el riesgo de perder aquello que más
profundamente nos caracteriza.

Por este motivo, queridos amigos, os invito a
intensificar vuestro camino de fe en Dios, Padre
de nuestro Señor Jesucristo. Vosotros sois el
futuro de la sociedad y de la Iglesia. Como
escribía el apóstol Pablo a los cristianos de
la ciudad de Colosas, es vital tener raíces y
bases sólidas. Esto es verdad, especialmente
hoy, cuando muchos no tienen puntos de referencia
estables para construir su vida, sintiéndose así
profundamente inseguros. El relativismo que se
ha difundido, y para el que todo da lo mismo y
no existe ninguna verdad, ni un punto de
referencia absoluto, no genera verdadera libertad,
sino inestabilidad, desconcierto y un conformismo
con las modas del momento. Vosotros, jóvenes,
tenéis el derecho de recibir de las generaciones
que os preceden puntos firmes para hacer vuestras
opciones y construir vuestra vida, del mismo modo
que una planta pequeña necesita un apoyo sólido
hasta que crezcan sus raíces, para convertirse en
un árbol robusto, capaz de dar fruto.

2. Arraigados y edificados en Cristo

Para poner de relieve la importancia de la fe en
la vida de los creyentes, quisiera detenerme
en tres términos que san Pablo utiliza en:
«Arraigados y edificados en Cristo, firmes
en la fe» (cf. Col 2, 7). Aquí podemos
distinguir tres imágenes: “arraigado”
evoca el árbol y las raíces que lo alimentan;
“edificado” se refiere a la construcción;
“firme” alude al crecimiento de la fuerza física
o moral. Se trata de imágenes muy elocuentes.
Antes de comentarlas, hay que señalar que en
el texto original las tres expresiones, desde
el punto de vista gramatical, están en pasivo:
quiere decir, que es Cristo mismo quien toma
la iniciativa de arraigar, edificar y hacer
firmes a los creyentes.

La primera imagen es la del árbol, firmemente
plantado en el suelo por medio de las raíces,
que le dan estabilidad y alimento. Sin las
raíces, sería llevado por el viento, y moriría.
¿Cuáles son nuestras raíces? Naturalmente,
los padres, la familia y la cultura de nuestro
país son un componente muy importante de nuestra
identidad. La Biblia nos muestra otra más. El
profeta Jeremías escribe: «Bendito quien confía
en el Señor y pone en el Señor su confianza:
será un árbol plantado junto al agua, que junto
a la corriente echa raíces; cuando llegue el
estío no lo sentirá, su hoja estará verde;
en año de sequía no se inquieta, no deja de
dar fruto» (Jer 17, 7-8). Echar raíces, para
el profeta, significa volver a poner su
confianza en Dios. De Él viene nuestra vida;
sin Él no podríamos vivir de verdad. «Dios nos
ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo»
(1 Jn 5,11). Jesús mismo se presenta como nuestra
vida (cf. Jn 14, 6). Por ello, la fe cristiana
no es sólo creer en la verdad, sino sobre todo
una relación personal con Jesucristo. El encuentro
con el Hijo de Dios proporciona un dinamismo nuevo
a toda la existencia. Cuando comenzamos a tener una
relación personal con Él, Cristo nos revela nuestra
identidad y, con su amistad, la vida crece y se
realiza en plenitud. Existe un momento en la juventud
en que cada uno se pregunta: ¿qué sentido tiene mi vida,
qué finalidad, qué rumbo debo darle? Es una fase
fundamental que puede turbar el ánimo, a veces durante
mucho tiempo. Se piensa cuál será nuestro trabajo,
las relaciones sociales que hay que establecer, qué
afectos hay que desarrollar… En este contexto, vuelvo
a pensar en mi juventud. En cierto modo, muy pronto
tomé conciencia de que el Señor me quería sacerdote.
Pero más adelante, después de la guerra, cuando en
el seminario y en la universidad me dirigía hacia
esa meta, tuve que reconquistar esa certeza. Tuve
que preguntarme: ¿es éste de verdad mi camino? ¿Es
de verdad la voluntad del Señor para mí? ¿Seré capaz
de permanecerle fiel y estar totalmente a disposición
de Él, a su servicio? Una decisión así también causa
sufrimiento. No puede ser de otro modo. Pero después
tuve la certeza: ¡así está bien! Sí, el Señor me
quiere, por ello me dará también la fuerza. Escuchándole,
estando con Él, llego a ser yo mismo. No cuenta la
realización de mis propios deseos, sino su voluntad.
Así, la vida se vuelve auténtica.

Como las raíces del árbol lo mantienen plantado firmemente
en la tierra, así los cimientos dan a la casa una
estabilidad perdurable. Mediante la fe, estamos
arraigados en Cristo (cf. Col 2, 7), así como una casa
está construida sobre los cimientos. En la historia
sagrada tenemos numerosos ejemplos de santos que han
edificado su vida sobre la Palabra de Dios. El primero
Abrahán. Nuestro padre en la fe obedeció a Dios, que le
pedía dejar la casa paterna para encaminarse a un país
desconocido. «Abrahán creyó a Dios y se le contó en su
haber. Y en otro pasaje se le llama “amigo de Dios”»
(St 2, 23). Estar arraigados en Cristo significa
responder concretamente a la llamada de Dios, fiándose
de Él y poniendo en práctica su Palabra. Jesús mismo
reprende a sus discípulos: «¿Por qué me llamáis:
“¡Señor, Señor!”, y no hacéis lo que digo?» (Lc 6, 46).
Y recurriendo a la imagen de la construcción de la casa,
añade: «El que se acerca a mí, escucha mis palabras y
las pone por obra… se parece a uno que edificaba una
casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca;
vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa,
y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente
construida» (Lc 6, 47-48).

Queridos amigos, construid vuestra casa sobre roca, como
el hombre que “cavó y ahondó”. Intentad también vosotros
acoger cada día la Palabra de Cristo. Escuchadle como
al verdadero Amigo con quien compartir el camino de
vuestra vida. Con Él a vuestro lado seréis capaces
de afrontar con valentía y esperanza las dificultades,
los problemas, también las desilusiones y los fracasos.
Continuamente se os presentarán propuestas más fáciles,
pero vosotros mismos os daréis cuenta de que se revelan
como engañosas, no dan serenidad ni alegría. Sólo la
Palabra de Dios nos muestra la auténtica senda, sólo
la fe que nos ha sido transmitida es la luz que ilumina
el camino. Acoged con gratitud este don espiritual que
habéis recibido de vuestras familias y esforzaos por
responder con responsabilidad a la llamada de Dios,
convirtiéndoos en adultos en la fe. No creáis a los
que os digan que no necesitáis a los demás para construir
vuestra vida. Apoyaos, en cambio, en la fe de vuestros
seres queridos, en la fe de la Iglesia, y agradeced al
Señor el haberla recibido y haberla hecho vuestra.

3. Firmes en la fe

Estad «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la
fe» (cf. Col 2, 7). La carta de la cual está tomada
esta invitación, fue escrita por san Pablo para responder
a una necesidad concreta de los cristianos de la ciudad
de Colosas. Aquella comunidad, de hecho, estaba amenazada
por la influencia de ciertas tendencias culturales de la
época, que apartaban a los fieles del Evangelio. Nuestro
contexto cultural, queridos jóvenes, tiene numerosas
analogías con el de los colosenses de entonces. En efecto,
hay una fuerte corriente de pensamiento laicista que
quiere apartar a Dios de la vida de las personas y la
sociedad, planteando e intentando crear un “paraíso”
sin Él. Pero la experiencia enseña que el mundo sin Dios
se convierte en un “infierno”, donde prevalece el egoísmo,
las divisiones en las familias, el odio entre las personas
y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza.
En cambio, cuando las personas y los pueblos acogen
la presencia de Dios, le adoran en verdad y escuchan
su voz, se construye concretamente la civilización del
amor, donde cada uno es respetado en su dignidad y crece
la comunión, con los frutos que esto conlleva. Hay
cristianos que se dejan seducir por el modo de pensar
laicista, o son atraídos por corrientes religiosas que
les alejan de la fe en Jesucristo. Otros, sin dejarse
seducir por ellas, sencillamente han dejado que se
enfriara su fe, con las inevitables consecuencias
negativas en el plano moral.

El apóstol Pablo recuerda a los hermanos, contagiados
por las ideas contrarias al Evangelio, el poder de
Cristo muerto y resucitado. Este misterio es el
fundamento de nuestra vida, el centro de la fe cristiana.
Todas las filosofías que lo ignoran, considerándolo
“necedad” (1 Co 1, 23), muestran sus límites ante las
grandes preguntas presentes en el corazón del hombre.
Por ello, también yo, como Sucesor del apóstol Pedro,
deseo confirmaros en la fe (cf. Lc 22, 32). Creemos
firmemente que Jesucristo se entregó en la Cruz para
ofrecernos su amor; en su pasión, soportó nuestros
sufrimientos, cargó con nuestros pecados, nos consiguió
el perdón y nos reconcilió con Dios Padre, abriéndonos
el camino de la vida eterna. De este modo, hemos sido
liberados de lo que más atenaza nuestra vida: la
esclavitud del pecado, y podemos amar a todos, incluso
a los enemigos, y compartir este amor con los hermanos
más pobres y en dificultad.

Queridos amigos, la cruz a menudo nos da miedo, porque
parece ser la negación de la vida. En realidad, es lo
contrario. Es el “sí” de Dios al hombre, la expresión
máxima de su amor y la fuente de donde mana la vida
eterna. De hecho, del corazón de Jesús abierto en la
cruz ha brotado la vida divina, siempre disponible
para quien acepta mirar al Crucificado. Por eso,
quiero invitaros a acoger la cruz de Jesús, signo
del amor de Dios, como fuente de vida nueva. Sin Cristo,
muerto y resucitado, no hay salvación. Sólo Él puede
liberar al mundo del mal y hacer crecer el Reino de
la justicia, la paz y el amor, al que todos aspiramos.

4. Creer en Jesucristo sin verlo

En el Evangelio se nos describe la experiencia de fe
del apóstol Tomás cuando acoge el misterio de la cruz
y resurrección de Cristo. Tomás, uno de los doce
apóstoles, siguió a Jesús, fue testigo directo de sus
curaciones y milagros, escuchó sus palabras, vivió el
desconcierto ante su muerte. En la tarde de Pascua,
el Señor se aparece a los discípulos, pero Tomás no
está presente, y cuando le cuentan que Jesús está
vivo y se les ha aparecido, dice: «Si no veo en sus
manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en
el agujero de los clavos y no meto la mano en su
costado, no lo creo» (Jn 20, 25).

También nosotros quisiéramos poder ver a Jesús, poder
hablar con Él, sentir más intensamente aún su presencia.
A muchos se les hace hoy difícil el acceso a Jesús.
Muchas de las imágenes que circulan de Jesús, y que
se hacen pasar por científicas, le quitan su grandeza
y la singularidad de su persona. Por ello, a lo largo
de mis años de estudio y meditación, fui madurando la
idea de transmitir en un libro algo de mi encuentro
personal con Jesús, para ayudar de alguna forma a ver,
escuchar y tocar al Señor, en quien Dios nos ha salido
al encuentro para darse a conocer. De hecho, Jesús mismo,
apareciéndose nuevamente a los discípulos después de
ocho días, dice a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes
mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no
seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20, 27). También
para nosotros es posible tener un contacto sensible
con Jesús, meter, por así decir, la mano en las señales
de su Pasión, las señales de su amor. En los Sacramentos,
Él se nos acerca en modo particular, se nos entrega.
Queridos jóvenes, aprended a “ver”, a “encontrar” a
Jesús en la Eucaristía, donde está presente y cercano
hasta entregarse como alimento para nuestro camino;
en el Sacramento de la Penitencia, donde el Señor
manifiesta su misericordia ofreciéndonos siempre
su perdón. Reconoced y servid a Jesús también en los
pobres y enfermos, en los hermanos que están en
dificultad y necesitan ayuda.

Entablad y cultivad un diálogo personal con Jesucristo,
en la fe. Conocedle mediante la lectura de los
Evangelios y del Catecismo de la Iglesia Católica;
hablad con Él en la oración, confiad en Él. Nunca
os traicionará. «La fe es ante todo una adhesión
personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e
inseparablemente el asentimiento libre a toda la
verdad que Dios ha revelado» (Catecismo de la Iglesia
Católica, 150). Así podréis adquirir una fe madura,
sólida, que no se funda únicamente en un sentimiento
religioso o en un vago recuerdo del catecismo de
vuestra infancia. Podréis conocer a Dios y vivir
auténticamente de Él, como el apóstol Tomás, cuando
profesó abiertamente su fe en Jesús: «¡Señor mío y
Dios mío!».

5. Sostenidos por la fe de la Iglesia, para ser testigos

En aquel momento Jesús exclama: «¿Porque me has visto
has creído? Dichosos los que crean sin haber visto»
(Jn 20, 29). Pensaba en el camino de la Iglesia,
fundada sobre la fe de los testigos oculares:
los Apóstoles. Comprendemos ahora que nuestra fe
personal en Cristo, nacida del diálogo con Él, está
vinculada a la fe de la Iglesia: no somos creyentes
aislados, sino que, mediante el Bautismo, somos
miembros de esta gran familia, y es la fe profesada
por la Iglesia la que asegura nuestra fe personal.
El Credo que proclamamos cada domingo en la Eucaristía
nos protege precisamente del peligro de creer en un
Dios que no es el que Jesús nos ha revelado: «Cada
creyente es como un eslabón en la gran cadena de los
creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por
la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener
la fe de los otros» (Catecismo de la Iglesia Católica,
166). Agradezcamos siempre al Señor el don de la Iglesia;
ella nos hace progresar con seguridad en la fe, que nos
da la verdadera vida (cf. Jn 20, 31).

En la historia de la Iglesia, los santos y mártires han
sacado de la cruz gloriosa la fuerza para ser fieles a
Dios hasta la entrega de sí mismos; en la fe han
encontrado la fuerza para vencer las propias debilidades
y superar toda adversidad. De hecho, como dice el
apóstol Juan: «¿quién es el que vence al mundo sino el
que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Jn 5, 5).
La victoria que nace de la fe es la del amor. Cuántos
cristianos han sido y son un testimonio vivo de la
fuerza de la fe que se expresa en la caridad. Han sido
artífices de paz, promotores de justicia, animadores
de un mundo más humano, un mundo según Dios; se han
comprometido en diferentes ámbitos de la vida social,
con competencia y profesionalidad, contribuyendo
eficazmente al bien de todos. La caridad que brota de
la fe les ha llevado a dar un testimonio muy concreto,
con la palabra y las obras. Cristo no es un bien sólo
para nosotros mismos, sino que es el bien más precioso
que tenemos que compartir con los demás. En la era de
la globalización, sed testigos de la esperanza cristiana
en el mundo entero: son muchos los que desean recibir
esta esperanza. Ante la tumba del amigo Lázaro, muerto
desde hacía cuatro días, Jesús, antes de volver a
llamarlo a la vida, le dice a su hermana Marta: «Si
crees, verás la gloria de Dios» (Jn 11, 40). También
vosotros, si creéis, si sabéis vivir y dar cada día
testimonio de vuestra fe, seréis un instrumento que
ayudará a otros jóvenes como vosotros a encontrar el
sentido y la alegría de la vida, que nace del encuentro
con Cristo.

6. Hacia la Jornada Mundial de Madrid

Queridos amigos, os reitero la invitación a asistir a
la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid. Con
profunda alegría, os espero a cada uno personalmente.
Cristo quiere afianzaros en la fe por medio de la
Iglesia. La elección de creer en Cristo y de seguirle
no es fácil. Se ve obstaculizada por nuestras
infidelidades personales y por muchas voces que nos
sugieren vías más fáciles. No os desaniméis, buscad
más bien el apoyo de la comunidad cristiana, el apoyo
de la Iglesia. A lo largo de este año, preparaos
intensamente para la cita de Madrid con vuestros
obispos, sacerdotes y responsables de la pastoral
juvenil en las diócesis, en las comunidades parroquiales,
en las asociaciones y los movimientos. La calidad de
nuestro encuentro dependerá, sobre todo, de la preparación
espiritual, de la oración, de la escucha en común de
la Palabra de Dios y del apoyo recíproco.

Queridos jóvenes, la Iglesia cuenta con vosotros. Necesita
vuestra fe viva, vuestra caridad creativa y el dinamismo
de vuestra esperanza. Vuestra presencia renueva la Iglesia,
la rejuvenece y le da un nuevo impulso. Por ello,
las Jornadas Mundiales de la Juventud son una gracia no
sólo para vosotros, sino para todo el Pueblo de Dios.
La Iglesia en España se está preparando intensamente
para acogeros y vivir la experiencia gozosa de la fe.
Agradezco a las diócesis, las parroquias, los santuarios,
las comunidades religiosas, las asociaciones y los
movimientos eclesiales, que están trabajando con
generosidad en la preparación de este evento. El Señor
no dejará de bendecirles. Que la Virgen María acompañe
este camino de preparación. Ella, al anuncio del Ángel,
acogió con fe la Palabra de Dios; con fe consintió que
la obra de Dios se cumpliera en ella. Pronunciando su
“fiat”, su “sí”, recibió el don de una caridad inmensa,
que la impulsó a entregarse enteramente a Dios. Que Ella
interceda por todos vosotros, para que en la próxima
Jornada Mundial podáis crecer en la fe y en el amor.
Os aseguro mi recuerdo paterno en la oración y os bendigo
de corazón.

Vaticano, 6 de agosto de 2010, Fiesta de la Transfiguración
del Señor.

BENEDICTUS PP. XVI


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